
Nuestra opinión: bueno
Drama sobre las pasiones
"El bar y la novia",
de Amancay Espíndola.
Intérpretes: Micaela Iglesias, Pablo Machado, Amancay Espíndola, Pablo Sórensen y Hugo Mouján.
Escenografía y vestuario: Alberto Bellatti.
Música: Sergio Vainikoff.
Dirección: Julio Ordano.
Duración: 65 minutos. En Actors Studio, Corrientes 3565, los viernes, a las 22.30.
Esta pieza de Amancay Espíndola tiene el encanto de rozar los límites de lo verídico, la leyenda y la pura ficción. Entre estos márgenes gira la historia de Laura, una joven que fue muerta la noche de su boda.
Más que una aparición, este personaje se presenta en forma concreta, con su vestido de novia ensangrentado, sumergida en la más completa desolación, invadida por un llanto compulsivo y castigada por dolores que estremecen su cuerpo.
Quiere, necesita pedir explicaciones sobre su muerte.
Con este interrogante, en el que intencionalmente no se aclara si fue un accidente o un crimen, comienza la obra, lo que anticipa una interesante dosis de suspenso que no conviene develar en esta crítica.
El primero a quien acude la joven es al primo, de quien presume que está enamorado de ella, pero es poco lo que él puede aportar más allá del asombro y el temor que le produce esa presencia de apariencia real y la sospecha de que siendo inocente puede ser involucrado como responsable del crimen.
Es la misma reacción que provoca en sus padres y hermano, quienes exponen un rechazo tan brusco y cruel que delata un oscuro secreto anidado en las relaciones familiares. Por momentos actúan como si tuvieran algún grado de culpa.
El clima se mantiene hasta que se descubre la causa de esa muerte despiadada. En el camino quedan expuestas algunas características siniestras de esos personajes que conforman el entorno afectivo de la joven.
Una trama atractiva
Este argumento se apoya en una estructura dramática bien armada, de fuerte realismo, pero inserta en una atmósfera onírica, muy irreal, que no llega a desentonar. Están muy bien ensamblados los dos planos en una cuerda muy atinada de verosimilitud.
El único reparo que se percibe está en la reiteración de secuencias que, aunque diferentes, remiten a la misma situación: la aclaración de la muerte. Con este esquema, se dilata el crecimiento dramático, como si se buscara retardar la resolución para mantener el clima de suspenso.
Es sugerente la idea de puesta de Julio Ordano, que condice con el espíritu de la pieza. Una iluminación sombría que respalda las acciones, una escenografía donde también juega la irrealidad y una acertada dirección de actores para lograr composiciones con fuertes dobleces en sus personalidades. En esta cuerda están instalados todos los actores.
El inconveniente se presenta en algunos casos, como el de Pablo Machado (el primo), quien por sostener un estado de permanente fragilidad e introspección provoca que el texto por momentos sea inaudible.
Algo similar a lo que sucede con Micaela Iglesias, que, por exigencias del texto, aunque resuelve con acierto el trabajo físico y emocional, en los momentos de llanto y congoja, casi permanentes, sus parlamentos se pierden entre las lágrimas.
Pablo Sórensen, por su parte, muestra mucho entusiasmo en su composición, quizá demasiado, pero no invalida su esfuerzo.
Los trabajos más potentes y convincentes son los de Hugo Mouján y Amancay Espíndola, actores experimentados que exponen sólidos recursos para sacarles el jugo a sus personajes. Eso se nota y los diferencia del resto del elenco.
Susana Freire
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