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Carlos Liscano nació en Montevideo en 1949. Cuando tenía 23 años, en 1972, fue detenido por su militancia política como tupamaro. Estuvo en la cárcel hasta 1985. Residió unos años en Suecia. Actualmente vive Montevideo. Como periodista colabora con el semanario Brecha.

 

El Teatro San Martín de Buenos Aires puso en escena su traducción de La señorita Julia de A. Strindberg, con dirección de Alejandro Tantanián.

 

Obras de teatro suyas han sido puestas en escena en Uruguay, Suecia, Alemania, Francia, Bélgica, Italia, Canadá, Guatemala, Brasil, Estados Unidos.

 

En febrero de 2005 se publicaron en París las versiones francesas su novela El camino a Ítaca y de los relatos El informante y otras historias. El teatro de Liscano oscila entre el realismo y el absurdo. O tratan del absurdo de la realidad.

 

Mi testimonio

 

Empecé a vincularme con el teatro bastante tardíamente. Vivía en Suecia y el Teatro Real de Estocolmo me contrató como traductor e intérprete para llevar Peer Gynt a la Expo de Sevilla de 1992. Allí tres intérpretes pasábamos al castellano lo que los actores decían en escena en sueco. El público escuchaba con auriculares. El director era Ingmar Bergman, y yo estaba allí, viendo cómo se levantaba una obra de teatro a partir de un texto escrito.

 

Aquel trabajo que duró meses tenía para mí la fascinación de convivir con un grupo muy numeroso de actores y técnicos. Sentí que la actividad del narrador, que era la mía, era un trabajo solitario y pobre comparado con el de la gente de teatro.

 

Desde entonces he estado vinculado al teatro. He sido traductor, dramaturgo, director. Pero también el teatro me ha dado otros “oficios”. He sido chofer, he cargado escenografías y vestuarios de teatro en teatro, de pueblo en pueblo. No sé si soy “un hombre de teatro”, pero sé que ese mundo sigue siendo fascinante.

 

Escribir teatro me dio, además, una visión nueva sobre la narrativa. El teatro no describe sino que “muestra” y “dice”. Escribir para el teatro ha hecho que mi narrativa tienda a la economía, a que mis relatos y novelas tengan mínimas descripciones. Cuando no escribo teatro “veo” las cosas en movimiento, las historias se me aparecen como acción.

 

El teatro es un actor o una actriz diciendo un texto. Si hay un actor o una actriz, hasta sin texto escrito puede haber teatro. Porque el teatro es solamente eso: un espacio que se separa del mundo para que alguien muestre una historia. Eso, reflexiono hoy, me lleva a pensar una obra mía desde lo que, sin ninguna pretensión teórica, llamaría “el despojo”. Más que poner cosas en escena prefiero quitar. Pienso la obra, la escribo, y luego me dedico a quitar todo lo que sobra. Aprecio en escena la sobriedad, el repotenciar los recursos mínimos de la vieja tradición del teatro. Por eso me atrae tanto el monólogo. Como espectador tiendo a preferir un buen monólogo a una pieza de muchos actores. Es un desafío: el individuo solo en escena con la obligación de reinventar el mundo a partir de su cuerpo y su voz.

 

El monólogo exige del actor o la actriz que ponga en movimiento todos sus recursos, su voz, su cuerpo, su cara, las manos. Mientras transcurre, el monólogo es el centro del mundo. No conozco personalmente a Francisco Javier. Entramos en relación a través de una amiga francesa de ambos: Françoise Thanas, traductora de muchos dramaturgos argentinos contemporáneos, y también mi traductora al francés.

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